Japón es siempre sorprendente, exótico, insondable muchas veces, pero sobre todo arrebatador por su personalidad funámbula. Y es que ese rasgo único, difícil de encontrar en cualquier otra parte del mundo, es la razón por la que el país del Sol Naciente deja siempre con la boca abierta al visitante. Porque Japón conjuga, a la par y sin estridencias, el apego a las raíces más hondas de su milenaria cultura con la vanguardia más rabiosa. Lo más curioso es que esa doble faz, lejos de lo que pudiera pensarse en primera instancia, no pervive sólo en la dicotomía de sus grandes ciudades con las zonas rurales del archipiélago (que también); para sorpresa mayúscula del visitante, ese equilibrismo se manifiesta también a fl or de piel en sus megaurbes. En Tokio, la capital, en Kioto o en cualquier otra gran ciudad, da igual dónde se mire, por qué calle se camine o dónde decida hacer un alto en el camino siempre aparece ese carácter desdoblado en estampas cotidianas, dignas de una escena costumbrista de la época shogun o de una película de tintes futuristas.
¿Ejemplo? El retablo de ese magnetismo dual es inagotable, una postal de los mil rostros del archipiélago.
Porque polos de esa realidad cultural, social y espiritual de Japón son tanto los movimientos contenidos de las geishas del barrio de Gion, en Kioto, como los desenfadados disfraces de las otakus, forofas del manga; o la presencia en los hogares y espacios públicos del país de robots y androides de última generación, mientras los alumnos de las escuelas de Ikebana (el ancestral arte japonés de arreglo fl oral) buscan la proyección espiritual a través de formas y materiales simples.
"En ginza se concentran la mayoría de teatros, restaurantes y tiendas exclusivas"
¿O no hay funambulismo en la pasión con la que los ejecutivos capitalinos se zafan del estrés en los karaokes mientras a unas calles de distancia se escenifica una representación de teatro Noh, el arte escénico japonés con siete siglos de historia y cuyos lentos gestos vinculados a los rituales Shinto son el mensaje? Así de fascinante es Japón, un destino péndulo, magnético, encrucijada de tiempos y de mundos posibles en el que perviven las esencias con los toques más sutiles de modernidad.
EL PAÍS DEL SOL NACIENTE ES UN CAUTIVADOR CALEIDOSCOPIO DE CONTRASTES, CONTRAPUNTOS FASCINANTES DE SU ROSTRO MÁS FUTURISTA Y DE SU ESENCIA MÁS TRADICIONAL.
Si Japón es el paraíso de la tecnología y las nuevas tendencias, Tokio, la capital nipona, es su sancta sanctorum. Y, sin embargo, a pesar de la vorágine que domina la cotidianidad de la metrópolis que habitan 20 millones de personas, en muchos de sus barrios pervive la tradición milenaria del país, un contrapunto que le otorga un delicioso equilibrio zen. Emplazada al este de la isla Honshu, Tokio es una suma de microciudades hilvanadas por autovías e infi nitas redes de tren y metro. Conocida antaño como Edo, la historia moderna de la actual Tokio tiene como referencia histórica clave el año 1868, génesis de la restauración del gobierno imperial o Meiji.
El inaccesible Palacio Imperial, erigido sobre la fortaleza construida entre 1590 y 1606, es el centro geográfi co y espiritual de la ciudad y un buen punto de referencia para ubicarse. No faltan razones para convertirlo en una coordenada esencial. Ajeno a la modernidad, el Palacio Imperial es un pulmón verde en el corazón del bosque de hormigón y neones de la metrópolis, un oasis de paz formado por un centenar de hectáreas de jardines con lagos y plácidos senderos por los que transitar sin prisas. No es extraño ver a japonesas de cualquier edad ataviadas con preciosos kimonos mientras se entregan con parsimonia a la ceremonia del té, un ritual sofi sticado y cautivador como pocos. Es, además, el espacio que acoge varios museos de notables, como el de Museo de Arte Contemporáneo y el Museo Idemitsu, donde se exhiben deliciosas caligrafías zen y cerámica japonesa.
Para seguir paladeando el sabor tradicional de la antigua Edo hay que poner rumbo al norte. Allí se encuentran barrios como el popular Asakusa o Ueno.
"Si japón es el paraíso de la tecnología, Tokio es su ‘sancta santorum’"
El primero, sembrado de calles estrechas, comercios y tenderetes, ofrece regalos con sabor tradicional como el templo Senso-ji (año 628) y los típicos pastelillos de alubias de sus puestos callejeros. Tras un periplo por Asakusa es más que recomendable una visita al parque Ueno, el más grande de la capital y con joyas como el templo Kiyomizu Kannondo.
Otra de las coordenadas donde late buena parte de la autenticidad de Tokio es en el barrio Tsukiji y su gigantesco mercado de pescado. El trasiego desde las primeras horas de la mañana es constante entre los frutos del mar que ahí se venden: atunes, peces globo y langostas que más tarde se convertirán en las estrellas del sushi, el relleno del sashimi o el nabe, un émulo del cocido de pescado. Los chiringuitos junto al río son el mejor lugar para disfrutar de un desayuno autóctono: sopa udón, okonomiyaki (especie de tortilla) o takoyaki (pinchos de pollo con salsa caramelizada) o, por qué no, huevos estofados o kabayaki (anguila asada). Y es que recalar en esta parte de la capital es el mejor lugar para saborear la cocina local, Edo mae –delicias que tienen como mimbres el pescado de la bahía de Tokio–, ésa que ni la robótica de última generación o las infl uencias importadas de Occidente han logrado variar mutar.
Con energías renovadas y dejando atrás el distrito marítimo de Tokio, los pasos se encaminan solos, quizás atraídos por los neones y la sofi sticación que destila Ginza, el barrio del lujo. Aquí se concentran la mayoría de teatros, restaurantes y una amalgama inagotable de tiendas de exclusivas marcas occidentales. La rabiosa modernidad son las señas de identidad de esta parte de la fi sonomía urbana capitalina. Aquí, centellea el Japón más in, en el que no parece haber ni rastro de las raíces niponas. ¿O sí? En la calle Harumidori se encuentra el Teatro Kabukiza, donde todas las mañanas se representan espectáculos de kabuki, el teatro tradicional nipón.
Tomando el metro y poniendo rumbo al oeste esperan barrios como Shinjuku o el distrito Roppongi, microciudad futurista protegida bajo la sombra de la Torre Mori, un rascacielos de 54 plantas diseñado por Minoru Mari. Shinjuku, en el extremo noroeste de la ciudad, es el distrito financiero tokiota. Por su parte, Shibuya, cerca del apacible santuario Meiji, es el epicentro del entretenimiento, el Cipango tecnológico de la capital. Aquí se arraciman tiendas que son templos de la innovación donde los jóvenes peregrinan con devoción beatífica para comprar lo último en tecnología. Las nuevas generaciones de tokiotas son también los protagonistas de las cercanas zonas de moda de Aoyama y Harajuku. En esta última, la transgresión con el formalismo tradicional nipón se hace ostensible en los jóvenes que pueblan sus contornos, apasionados de la estética gótica, rockabilly o punk. ¿Otro ejemplo capitalino del alma funámbula con la que el Japón camina por el siglo XXI? Ciertamente. Frente a esa estampa juvenil y rupturista del Tokio actual, en el barrio de Yoyogi, las katanas centenarias que reposan en el Museo de la Espada susurran otros tiempos y otros códigos. Dos polos opuestos, sí, pero con una invisible sinalefa que los hermana en una convivencia modélica.
Con la llegada del crepúsculo, las luces de neón de Tokio brillan con más intensidad que nunca y anuncian un nuevo amanecer multicolor para la ciudad que siempre está en vela. Aunque en la capital siempre hay un horizonte donde buscar el equilibro y zafarse de su vorágine. Puede ser a pie de calle o desde las alturas de algunos de los rascacielos que perfi lan su skyline. Como la Torre de Tokio (333 metros), la Eiff el tokiota, desde cuyos miradores lanzar la mirada hacia la serena estampa del monte Fuji.
Los japoneses conviven con la tecnología de vanguardia –en muchos casos más propia de la ciencia ficción– con absoluta naturalidad. Son ingenios que forman parte de su cotidianidad más intrascendente. Un ejemplo: visitar el Museo Nacional de Ciencias Emergentes y de la Innovación, en Tokio, supone toparse con Asimo, el robot humanoide que trabajacomo intérprete junto al personal del museo.
Sin embargo, esta versión tecnifi cada de la realidad con la que convive el país del Sol Naciente no ha supuesto el divorcio de la sociedad nipona respecto a intangibles a los que ha estado ligada secularmente. Como el vínculo con la tierra, el tránsito de las estaciones y la mutabilidad de sus paisajes. Hoy, ese nexo sigue tan vigente como antaño. Porque si algo adoran los japoneses son los cambios estacionales, eslabones del calendario que ellos celebran con grandes festivales y manjares apropiados para cada una de ellos.
Los festivales estacionales que se celebran en Tohoku son también la excusa perfecta para saborear delicatessen típicas de temporada. Como el Ayu (una variedad de trucha de río), la kaba-yaki (anguila a la parrilla con salsa teriyaki) y el Mizu yokan, postre elaborado con pasta de judías.
Por supuesto, una escapada hasta estas tierras más septentrionales de Japón –el tren bala conecta Tokio con Akita o Sendai en dos horas– es una inmejorable oportunidad para conocer algunos de los atractivos de esta región. Como disfrutar de uno de los placeres favoritos de los japoneses desde los tiempos más remotos: los onsen, baños termales construidos en torno a fuentes de aguas minerales calientes. O, para los amantes de las caminatas entre parajes de belleza prístina, adentrarse en las montañas de Shirakami-Sanchi o en el Parque Nacional de Towada-Hachimantai.
Más al norte aún, en la isla de Hokkaido, la más septentrional del país, esperan maravillas naturales como los célebres campos de lavanda de Furano, mantos multicolores mecidos por el viento estival.
Una opción intermedia entre el norte de Japón y la proximidad de Tokio es descubrir el centro geográfico del archipiélago o, lo que es igual, las cumbres de los Alpes japoneses. Engastados en la región de Chubu, en esta vasta área vuelven a reencontrarse los dos polos del país del Sol Naciente. Porque si al norte, en el litoral del mar de Japón, perduran los usos y costumbres tradicionales –sólo hay que acercarse hasta Uno de los múltiples jardines zen que se pueden encontrar en Kioto. el poblado de montaña de Shirakawa-go y disfrutar de la placidez que brindan sus tradicionales granjas–, en el sur, con la costa del Pacífi co como horizonte, acaparan protagonismo ciudades como Nagoya, donde la modernidad es la seña de identidad.
Afi rmaba Truman Capote que “Kioto es la esencia de las ciudades japonesas”. No se equivocaba. La que entre el siglo VIII y fi nales del siglo XIX fue centro de la corte imperial conserva todos los valores de la genuina cultura nipona, ésa que custodia con orgullo y mimo. Dicho de otro modo, Kioto es a la par paradigma y antítesis de Tokio: si la capital es una devoradora de tendencias y moda, Kioto es el bastión de la tradición. Para comprobar en un abrir y cerrar de ojos esa disparidad sólo hay que embarcarse en el Shinkansen o “tren bala” que, en sólo 2 horas y 20 minutos, conecta Tokio con Kioto. El viaje no sólo sirve para salvar la distancia espiritual y geográfi ca de ambas ciudades, sino también para conocer de primera mano una de las metáforas perfectas del ADN dual de Japón: capaces de alcanzar velocidades vertiginosas, el objetivo último de los Shinkansen es llegar a su destino con puntualidad cronométrica. Y así lo hace entre la frenética capital y la relajada e introspectiva Kioto, dos coordenadas en las que la dimensión temporal muta, se invierte.
No obstante, tampoco hay que llevarse a equívocos: situada en un amplio valle junto al río Kamogawa, Kioto no es ajena a la modernidad, entre otras cosas porque es en uno de los ejes centrales del sector industrial del país. Eso sí, con más de 1.600 templos y santuarios budistas, ensoñadores jardines zen y su proverbial omotenashi –hospitalidad tradicional–, Kioto es un regalo para los sentidos. Un presente que hay que disfrutar siempre que sea posible durante la celebración de algunos de los innumerables festivales (Matsuri) con los que la ciudad festeja sus raíces. Los tres principales son Aoi Matsuri, en mayo, Jidai Matsuri, en octubre, y el más célebre, Gion Matsuri, en julio.
El mejor ejemplo del esplendor de Kioto es el Palacio Imperial y, muy cerca, el suntuoso castillo de Nijo. El centro sorprende a cada paso con un retazo del Japón vetusto gracias a las tradicionales machiya (casas de madera), calles de suelos empedrados en el sector de Higashiyama y templos como los de Sanjusangendo, Kiyomizu y Ginkakuji. Muy cerca, el barrio de Gion, patria chica de las geishas y sus aprendices (maikos), no sólo es una coordenada ineludible para el descubrimiento del teatro Noh, sino también para degustar los platos más sofi sticados de la afamada herencia gastronómica local.
Porque ésta es uno de los grandes baluartes de la tradición de Kioto. De recordarlo se encargan los célebres ryokan, restaurantes tradicionales que tanta fama han dado a la ciudad. En estos templos para los gourmets pulula el aroma de la delicada kaiseki ryori, la cocina más refi nada de Japón gracias a alimentos cuyo diseño los convierte en un festín tanto para la vista como para el paladar. Otras experiencias culinarias que brinda Kioto son los restaurantes de la ribera en Kibune, la cocina vegetariana budista shojin ryori o los tenderetes de tallarines.
Al oeste de Kioto se encuentran las villas imperiales de Katsura y Shugakuin, magnífi cos ejemplos de la más refi nada arquitectura y de jardines nipones. El otoño es la estación más sugerente para hacer una escapada a la encantadora población de Arashiyama, donde los templos se mezclan con los puestos callejeros, así como los espléndidos templos Kinkakuji –llamado el
Pabellón de Oro– y Ryoanji.
Una escapada imprescindible desde Kioto es la ciudad de Nara. Situada a 42 km al sur de Kioto, fue la efímera capital de Japón durante el siglo VIII y uno de los focos culturales del país. Entre sus atractivos sobresalen el Templo Kofukuji, una pagoda del siglo VIII de cinco pisos cuyo reflejo tiñe las aguas del estanque Sarusawa, así como el Gran Santuario Kasuga. Construido en el año 768, sus edifi cios lacados de color rojo lo convierten en uno de los santuarios Shinto más célebres de Japón. Por supuesto, también destacable es el Templo Todaiji y su emblemática estatua de bronce del Gran Buda de Nara. Muy cerca de Nara emerge el centro de la cultura budista: el santuario de Horyuj, uno de los lugares de culto más importantes del país y el más antiguo, construido en el año 607. ’ Desde la bella isla de Okinawa, pasando por ciudades como la propia Tokio y hasta los confi nes de la norteña Hokkaido, una suave brisa acaricia todo Japón desde los primeros días de marzo hasta los últimos de mayo. Es una caricia secular que deja tras de sí una estela de 3.000 kilómetros de cerezos preñados de flores rosadas. Es el renacer de los cerezos (sakura), un regalo
fugaz, pasajero al que los telediarios dedican cada día una crónica de su avance. Porque con el florecimiento de los cerezos llega también la ancestral celebración del Hanami, la contemplación del florecimiento a la que se entregan con pasión los japoneses.
No obstante, el Hanami es más que una simple excusa para comer entre cerezos preñados de flores. En realidad, sintetiza toda la fi losofía vital de Japón. De hecho, para la sociedad nipona, ultratecnológica, moderna, vanguardista, los eclosión de los sakura los conecta con sus raíces y con lo efímero de su fl orecer. Porque su manto blanco desaparece en apenas dos semanas, un frágil espectáculo, raudo como una centella, certeza de que todo, tanto los hombres como los árboles, tienen un principio y un final con un epílogo compartido en forma de belleza pasajera.
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